Garibaldis de clase Z

Diez minutos antes de que te castigue el sonido del reloj despertador, los interrogantes masoquistas sobre las torturas cinematográficas que te va a deparar la jornada (ni ciega de copas se le hubiera ocurrido a la inspiración de Serrat parir en este festival el Hoy puede ser un gran día) consiguen que te levantes con un estado de ánimo parecido al del minero que va a picar en las profundidades más sombrías. De aperitivo, unos porteros con vocación y modales de guardaespaldas impiden la entrada a la proyección de los spots publicitarios que ha dirigido Woody Allen a cualquier informador que no trabaje para la prensa italiana. Según estos Garibaldis de clase Z, las elitistas órdenes han partido del propio Woody Allen, pero me resisto a creer que éste se lo monte de servil con los dueños de la COOP, cooperativa italiana de galerías de alimentación que le ha contratado (imagino que a precio de oro) con la intención de que otorgue certificado artístico y «pedigrí» a sus frutas y a sus quesos. Los privilegiados nativos que han podido disfrutar de la audaz incursión de Allen en el universo publicitario, aseguran que sus spots destilan gracia, eficacia y talento. El «money» fácil de la publicidad, que sedujo a Scorssese y le colocó temporalmente a las órdenes del imperio Armani, también ha conseguido el reclutamiento en sus ostentosas nóminas de otro cineasta genial.


Todos confiábamos en que la contrastada magia y el sentido de la épica y de la tragedia que caracterizan al director chino Zhang Yimou (Sorgo rojo, Ju Dou) redimieran de sus inexcusables pecados a este festival. La linterna roja, a pesar de su compacta factura, de la fascinación que regala su música y su luz, de estar protagonozada por la bellísima y excelente actriz Gong Li (elemento fijo y agradecible en las películas del gran esteta Zhang Yimou), de narrar sin prisas y sin pausas el feroz vasallaje que padecían las mujeres de los ricos en la China de principios de siglo, de contagiarte la angustia y el progresivo enloquecimiento que sufren estas mujeres resignadas a su pasividad y a los caprichos del feudal marido, de hacerte sentir el paso de las estaciones con imágenes absolutamente brillantes, me deja frío y anhelando que aparezca la palabra fin y el desenlace de tanta sordidez. Las historias que contaba Zhang Yimou antes de esta abrumadora y localista La linterna roja, eran comprensibles y atractivas para el espectador de cualquier lugar, pero este exceso de rituales y este ritmo deliberadamente estático, aunque sigan revelando a un verdadero artista, me cansan y me desinteresan.

La histeria narrativa, la necesidad de ser original a costa de masacrar los nervios del espectador con rebuscados angulares y ojos de pez, el caos y la aparatosidad como principios estéticos, forman las cartas de presentación de Terry Gillian durante la primera hora de El Rey Pescador. Hasta entonces, el director de las insufribles El barón Munchaussen y Brasil intenta en vano dotar de poesía y de gracia al ejército de «clochards» que sueñan y se pudren en el submundo neoyorquino. La relación entre un vagabundo, colgado con las leyendas del rey Arturo y que se cree perseguido por un implacable dragón, y una estrella de la radio que se siente responsable de los crímenes y posterior suicidio de uno de sus manipulados fans, rebosa efectismo, sensiblería y crispación barata. Progresivamente, estos seudopersonajes van cobrando vida y autenticidad, transmitiéndonos su frustración y su esperanza, abandonando la caricatura y otorgando humanidad a sus gestos. 

A partir de una destornillante cena en un restaurante chino, en la que el redimido «yuppie» y su novia intentan que el vagabundo y una mujer que podría ser su pareja perfecta establezcan una relación que espante su mutuo desamparo, la película adquiere el tono de una comedia ejemplar, legítimamente sentimental armoniosamente graciosa. El siempre espléndido Jeff Bridges, la sorprendente y desconocida Mercedes Ruehl, y ese temible Robin Williams, tan aficionado a la sobreactuación, crean unos personajes cálidos, en la mejor tradición de las comedias urbanas y excéntricas. Incluso los que le reprochan su superficialidad a este Rey Pescador, salían de la proyección con una sonrisa difícilmente ocultable. Lo cotidiano es que el público «normal», entre el que orgullosamente me incluyo, abandone la sala con expresión de enterradores y deseos homicidas.

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