A Cela le encantaban las cosas obscenas

El avión Madrid - Estocolmo voló sin turbulencias y tiempo hubo para siesta y conversaciones. Cela habla mal de Borges y muy bien de una anciana tía Trulock, a quien mucho se parece y que le trata aún con ese tono condescendiente que adjudican las familias a los alocados miembros de la generación más joven. Es la vieja señora -vive en Padrón- muy aficionada al cognac y a «los cherter sin filto, como los negros de Nueva York». Cela habla de geografía y casas, de literatura y literatos y también de amigos, entre ellos el Rey de España, a quien, como a los otros, jura «defender a hostias y en la calle» ante cualquier calumnia de malandrín.

Vivimos, todo lujo, en el «Grand Hotel», torrido y decadente, magnífico como todos los de tal nombre, frente a este mar Báltico que se entromete por doquier y, trás el puente, se convierte en río dulce. Hay paquebotes, gaviotas y un velero de tres palos del que gusta el escritor. Se levanta, al aldo, sobre una isla, la ciudad antigua y el Palacio Real; cuenta Cela la anécdota reciente de uno de los principitos Bernadotte que escapó solitario por estas escaleras para, como un precoz Haroum al Rashid, recorrer el mundo burgués durante seis horas. Hace un frío discreto y el hielo, no vemos nieve citadina, convierte en peligrosas las calles. No se sabe de otro riesgo notable, como sospechábamos, poco se frecuentan aquí policías y guardaespaldas. Marina no trajo botas porque al maestro no le gustan y porque, irremediablemente, les llevarán en coche a todos lados. En Suecia no han leído, todavía, mucho a Cela pero ya creen conocerle. 

Trasciende una imagen de Nobel atípico y escandaloso que fascina a esta burguesía tradicionalmente formal y puritana. Cierta emisora de radio dedica treinta minutos de esta mañana al escritor y resulta reveladora la selección de dichos y sucedidos. Hablan del Cela vividor, torero y amante de la gresca y los burdeles; relatan la reyerta de cabaret que concluyó con navajazo en la nalga, titubean procacidades y explican desplantes sociales. Todo ello les llena de alborozo, risas ahogadas y grititos. No es raro que un periodista local le preguntase ayer si se consideraba el Hemingway español. Vanos y bobos son los ciudadanos que organización y club de fans propinan al escritor, intentando evitarle preguntas incómodas sobre Graham Greene, el uso que dará al dinero o un supuesto colaboracionismo con Franco.

No le faltan al Nobel argumentos ni seguridad disuasoria, diríase que le divierten estos temas espinosos que dan ocasión de avivar su ingenio y la gramática. «Un hombre que se precie debe tener deudas grandes», dirá para explicar el destino del premio. Cela conoció la ciudad pero la recuerda poco, estuvo aquí hace casi veinte años para dar dos conferencias que tampoco recuerda. Quizás sea esta la clave de su éxito ante la Academia. Comentará más tarde: «La mejor fórmula para no ganar el Nobel, es hacer pasillos y muchas visitas a Estocolmo». 

Tenía las cosas claras el señor Nobel cuando en 1896 dejó un testamento complejo y minucioso redactado sin ayuda de leguleyos, firmemente decidido a que se cumpliesen sus ordenes de millonario. La familia protestó y también las instituciones, pero el señor Nobel acabó llevándose el gato al agua, y las cosas se hicieron a su estilo, un estilo que ha permitido, casi un siglo después, dar los premios más prestigiosos y ricos del mundo. No es raro que aquí las cosas marchen de este modo, todo es concierto y organización, los dossieres de prensa permiten elaborar una tesis doctoral sobre el país y las señoritas de oficina hablan tres o cuatro idiomas. En los despachos de la embajada de España, quizás, también funcionen así las cosas; hasta ahora, no hemos tenido pruebas ya que ellos, seguidores burócratas y puntuales de los privilegios estipulados por ley, no han dudado, miércoles y viernes, día de la Constitución y la Inmaculada en tomarse unos días de vacaciones.

Por lo demás, el día ha transcurrido anodíno, todo en prolegómenos. Cela prepara sin prisas la actividad delirante de los próximos días e intenta de momento zafarse de engorros superfuos como ese viaje por la ciudad que conducirá a todos los nobeles con sus familias a que admiren paisajes y monumentos. Acudirá sin embargo a la visita prevista a la editorial Atalantis que desde 1969 le publica muy cuidadosas ediciones y traducciones de sus libros. Ayer, la prensa, ansiosa por encontrar al escritor galardonado, acudió al Opera Café, el lugar más moderno de Estocolmo, pero el inminente Premio Nobel no hizo acto de presencia: prefirió quedarse durmiendo.

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