A las putas les gusta madrugar

El loro azul de la cervecería Ciudad de Verín da una sonora bienvenida a una prostituta, traje blanco y ojos inyectados en sangre, que arrastra su cuerpo como puede y musita al camarero: «Un descafeinado». 

La barra huele a oreja de cerdo y a cerveza desparramada. Por la puerta acristalada entran dos jóvenes melenudos, y a la anciana de gafas gruesas le empieza a temblar el pulso. Postrado junto a los grandes ventanales, un cuarentón en mangas de camisa observa la marea de solitarios que enfila sus pasos hacia la calle del Desengaño.

El goteo comienza a las ocho de la tarde. Llegan descamisados, hinchando el pecho peludo en señal de guerra. Se clavan como estatuas en la acera de enfrente y se dedican a eso, a mirar, con la altivez del señorito que no cruza el río por no mojarse los zapatos. Son los hombres-sombra, provincianos hasta la médula, que acaban de rebote en Desengaño. Si vienen en grupo se vuelven gallitos. Merodean a la prostituta de turno y la marean unos minutos. Amagan, pero no entran a matar. Y cuando les da por asaltar las cabinas de la sex-shop son como toros saltando el burladero. Llegan con tal ímpetu que consiguen sonrojar a la chica del espectáculo erótico en vivo a los gritos de «iPepe, no "escupas" que estoy en la de al lado!».

Pongamos que se llama Rebeca y que aún no ha cumplido los dieciocho. Lleva una peluca rizada de color gris, en suave con traste con las pecas que salpican sus mejillas. Se desliza concierta impostura infantil por la cama redonda, dejando entrever en cada movimiento una parte nueva de su anatomía. El liguero negro es para despistar. Los mirones que asoman la cabeza por el ventanuco sólo reparan en el consolador de color marfil que desliza con una frialdad mecánica por su pubis. No reparan en su mirada vacía, insensible, ajena a los malabarismos pornográficos de su compañera oriental, que se regodea a su lado con un pene de goma para deleite de los curiosos. Cien pesetas. Dos minutos.

Las puertas del deseo están abiertas en cualquiera de las tres sex-shops de Desengaño. Vengan y vean: aperitivo erótico, dúplex , lésbico, número pomo especial con muñeca hinchable o con bolitas chinas: Los cuarentones, los ejecutivos de tres al cuarto y los estudiantes de primero de carrera procuran no mirarse. Llegan de uno en uno y bucean como fantasmas excitados en la galaxia del sexo. Un discreto cartel ruega a los usuarios que velen por la higiene de las cabinas; el aire huele a cine de sesión continua y a «kleenex» empapado en semen rancio. Por la calle pasan dos policías municipales con un perro lobo. Dentro del sex-shop, los doberman, los burros y los cerdos no pasean con sus amos; prefieren compartir sus experiencias eróticas y prestarse generosamente para la portada de «Orgía animal».

Mientras los hombres lubrican sus instintos por 20 duros, las ancianas se gastan 10 pesetas en encender una vela al Cristo del Milagro. La iglesia de San Martín llegó aquí siglos antes que la cascada de sexo y droga. Con el tiempo, los «yonquis» y los chorizos han ido ganando terreno a los creyentes. Ya no quedan apenas cuadros, ni imágenes, ni candelabros en la iglesia. Todo lo robaron. Hace seis meses, el párroco recibió una soberana paliza dentro del templo en presencia de varios feligreses, que ya no tienen dónde rezar: la parroquia permanece cerrada a cal y canto y sólo se abre para la liturgia.

Hay quienes creen que Rodolfo está loco de atar. Se equivocan. Lo que pasa es que agarra unas cogorzas descomunales y tiene, eso sí, un ramalazo «bujarrón» que le sale en cuanto se evapora el alcohol de sus venas. Rodolfo asoma sus «greñas» negras y su calva religiosa cuando menos se espera. Se planta en mitad de la calle, la chaqueta en bandolera, y empieza a dar órdenes a diestro y siniestro. Su compañero de fatigas es el hombre invisible.

Le llama «maricón», «hijo de la gran puta» y un montón de palabrotas ininteligibles que se pierden con el viento. De cuando en cuando la toma con las prostitutas: «iPiojosas! Me dais asco». Pero ellas son sus mejores clientes. Rodolfo se pasa el día recolectando ropa por las iglesias y las casas. Pasada la medianoche, llega a Desengaño con dos grandes bolsas de El Corte Inglés y empieza la subasta: «¿Esos leotardos? Cuatrocientas pelas. Si quieres lo tomas y si no lo dejas» «Lo de Rodolfo me lo pusieron estas. Yo me llamo Joaquín Rivero. Soy gallego, ¿sabes? Vine a Madrid cuando murió Franco... Y ahora me vuelvo a casa porque ya es tarde»,

«En mi puerta no se paran las putas; y si lo hacen las mato». Manuel Riesgo Pérez, 79 años, director comercial de una de las droguerías más famosas de España. «Riesgo, en la calle Desengaño. ¿Quién no nos va a encontrar con esos nombres?», bromea Manuel. Los clientes vienen tan obsesionados por econtrar sosa cáustica que no reparan en las prostitutas. A Desengaño también llegan riadas de aficionados a las maquetas y maniáticos que van buscando ese paraguas que sólo tienen en Perrote. Mientras, la farmacia del licenciado Gutiérrez sale del «bache» de los últimos años, aunque ahora sólo venda 15 jeringuillas al día La cafetería Alhamar, al otro lado de la calle, no parece tener tanta suerte. La barra está más bien vacía y los servicios están permanentemente «estropeados» para los clientes poco habituales.

El propietario no se anda con chiquitas: «Aquí ya no entran los camellos porque tenemos nuestro propio código, aquí mismo, escondido tras la barra. Esto es una plaga, chico, las 24 horas del día». El «código» de los contadísimos vecinos de la calle es otro: «Ver, oír y callar». «Los que vivimos -por aquí parecemos fantasmas», afirma un padre de familia que vive el número 10 de la calle. «Pisamos la acera lo menos posible, lo justo para llevar a los chicos al colegio y taerlos a casa. A nosotros nos han atracado ya varias veces aquí mismo, y estamos hartos que utilicen nuestroportal como un picadero».

Los hombres del Grupo Zonal B, a las 'órdenes del inspector jefe Prieto, tardarán tiempo en olvidar el 10 de noviembre de 1988. La historia negra de la pensión Roma, en el número 13 de Desengaño, se remonta a 1964. Prostitutas, «yonquis», «camellos» y peristas fueron engordando un expediente que apenas cabe ya en los archivos policiales. Veinticuatro años después, los agentes encontraron la excusa perfecta para reventar el antro: varios sospechosos intentaban deshacerse de un hombre que había muerto de una sobredosis. Dos meses después cayó el hostal Río Jares, en Desengaño, 14. Los policías tuvieron que reprimir una vomitona: hacía dos meses que nadie pasaba la escoba y las paredes eran lo más parecido aun imán de jeringuillas hipodérmicas.

Todas las olas rompen en la calle :del Barco, esquina Desengaño. Aquí recalan los peristas y los carteristas, que sortean a duras penas el acoso de la policía. Allí para también un grupo de prostitutas heroinómanas navegando como «zombies» en la oscuridad. Angelines, veinte años haciendo la calle en esta esquina del planeta, se queja con voz lastimera: «La droga mató el ambiente, y lo poco que quedaba se lo está llevando la policía. Mírales, nos rodean como moscones. Están en tosías las partes: de paisano, de uniforme, cortando la calle...».

Las putas también madrugan: Los rebosantes pechos de la Pili, que asoman sin tapujos bajo una chaqueta de punto, pasean por la calle desde mucho antes del mediodía. «Esto ya no es lo que era, chico». A María, una joven de melena oscura y ojos vivarachos, no parece afectarle las escaramuzas policiales. «Saco unas 60.000 al día, a 4.000 el «polvo». No es que sea la mejor, pero me va muy bien». «iNos estás dejando las cenizas!», le increpa a la joven María una vieja prostituta de carnes prietas. Pero ella ni se inmuta. Se clava como un árbol. a la altura del bar Wamba y sube a sus clientes por las lóbregas escaleras del número 14 de Desengaño. En el número 10 suele parar Conchi, de 23 años, que llegó de Extremadura hace unos meses y se agarró a la esquina para sobrevivir. Sobre su cabeza pende una lápida ennegrecida que quizás no haya leído nunca: «En esta casa vivió José Martí, héroe nacional de Cuba».

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